Cuando el prior entró en la capilla, Fray Jerónimo estaba pintando el asombro de una Virgen arrodillada ante un ángel de luz.
«Hermosa Anunciación», dijo el prior. Fray Jerónimo dejó los pinceles y se volvió hacia su superior que aún hablaba: «cuando termine su jornada de pintura venga a mi celda, tengo algo que decirle».
Esa misma tarde Fray Jerónimo habló con el prior. El tema era el arte de nuestro fraile, un arte de tal belleza que su fama había saltado los muros del monasterio.
«Doña Leonor quiere que pintéis un retrato de su hijo Alfonsín», dijo el prior.
A nuestro fraile la cosa no le gustó mucho, aquello suponía abandonar la quietud de la celda. Era algo que desdecía de su vida contemplativa. Sin embargo, el prior había reflexionado y orado largo tiempo, y había concluido que el talento de fray Jerónimo era un signo de Dios. ¿Por qué no hacer la misma obra de evangelización fuera del convento? La obediencia llevó al fraile a subir, la semana siguiente, en el lujoso coche que envió Doña Leonor. «Dios sabe qué hace», se decía el fraile. Así fue cómo los pinceles de Fray Jerónimo salieron del convento.
Viajaba en el cómodo coche tirado por dos caballos y miraba por la ventanilla, con nostalgia, el suelo por el que deseaba estar caminando. Muchos viajes hizo el fraile del convento a la ciudad. Muchas y diversas calles recorrió por aquel tiempo. Porque después de Doña Leonor, le contrató Doña Casilda; y más tarde, el conde de Villarrincón; y después, muchos nobles más. Así que desde el coche a Fray Jerónimo se le pintaban en los ojos las calles de la ciudad. Percibió calles de luz colorada y calles de penumbra (lo que la gente común suele llamar barrios ricos y barrios pobres). Y en estos últimos barrios su sensibilidad descubrió ancianos olvidados, niños sin escuelas, gente sin iglesia y enfermos sin cuidados.
Un día decidió cobrar por sus obras. Hasta ese momento sólo había recibido la voluntad de los que le encargaban los cuadros. Se hizo pagar bien, para algunos, demasiado bien. Porque además amenazó con romper la obra si no se le pagaba la suma que pedía. Las demandas no bajaron, todos estaban dispuestos a pagar lo que fuera con tal de tener la firma del famoso fraile en sus casas, capillas o palacios.
El tiempo le trajo dinero, pero también enemigos. «¡Válgame el cielo! ¿Has visto cómo se hace pagar?» «Ese fraile anda ya gordo de dinero, menuda pobreza». «¿Qué hará con lo que saca? ¡Menudas comilonas se pegará!» La ciudad se llenó de rumores. A Fray Jerónimo le dolía aquello, pero le quitó importancia. Sabía que eso era la consecuencia evangélica del «que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha». Porque nadie sabía (¿por qué lo tendrían que saber?) que el barrio de San Julían por fin tenía capilla. Doña Clotilde, enferma en cama desde hacía meses, tenía quien la cuidase. Una escuela se levantó en el barrio de San Martín. Y muchos necesitados recibían gratis medicinas de la nueva botica.
Cuando el fraile murió, “la gente” lo siguió criticando por algún tiempo. Pero para los beneficiados y para Dios Fray Jerónimo siempre fue y será un santo.
«Hombre, Fray Jerónimo, necesito de tu arte para decorar esta galería del cielo», le dijo Dios con cariño cuando le abrazaba en su bienvenida.
«Claro, Señor, pero ¿cuánto me podrás pagar? Es que aún tengo asuntos que resolver allá abajo». Y Dios y el fraile sonreían.