El lenguaje simbólico en el arte medieval

 

Relieves de la catedral de Burgos
Relieves de la catedral de Burgos

El objetivo de este trabajo es describir el arte medieval desde la perspectiva del lenguaje simbólico. Me remitiré a los estilos románico y gótico que se encuadran, de manera muy general, en los ss. XII y XIII. La función simbólica se puede descubrir en todas las ramas del arte medieval: arquitectura, escultura, pintura, frescos, vitrales, miniaturas y artes suntuarias. Compondré el trabajo con textos de los filósofos de la época, apoyándome de monografías y obras generales sobre el arte y la estética medieval. Los títulos estarán en latín en honor a la lengua que usaron los escritores a los que me referiré. En la base de este trabajo hay una concepción tripartita: arte, lenguaje, filosofía. Estas tres disciplinas pretenden iluminar el concepto de artefacto mediador, es decir, de una obra hecha por un artífice, según unas reglas y con una finalidad precisa, esencialmente pedagógica. La obra, como símbolo, esconde, y a la vez muestra con su mediación, otra realidad.

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Ilustración de Alan Lee

A PROPÓSITO DE LOS HIJOS DE HÚRIN: EL MAL, LA PROVIDENCIA Y LOS HOMBRES

Ilustración de Alan Lee
Ilustración de Alan Lee

Ecclesia, XXI, n.3, 2007 – pp. 421-434

En el otoño del Año de la Lamentación, Morwen envió a Túrin por sobre las montañas con dos viejos sirvientes que tenían que encontrar la entrada del reino de Doriath. De este modo se tejió el hado de Túrin, que se cuenta por entero en la balada Narn i Hîn Húrin, la Historia de los Hijos de Húrin.

El Silmarillion, cap. 21 «De Túrin Turambar»

 

Recientemente la editorial Minotauro ha publicado Los Hijos de Húrin (LHH), una historia trágica de la Primera Edad del mundo imaginado por Tolkien, mucho antes de la creación de los anillos por Sauron. Es una historia que los seguidores de Tolkien ya conocían por otros libros como el Silmarillion o Los cuentos perdidos, pero que ahora se ofrece como historia completa y unitaria. El libro está marcado por el dolor, la muerte, la ceguera y soberbia de los Hombres y Elfos, y por un trágico final. Una historia que contrasta con la teoría de Tolkien sobre la eucatástrofe y el final feliz, expuesta en el ensayo Sobre los cuentos de hadas. Decía el autor que todo cuento avanza por un camino de sufrimiento y dolor, sin embargo, el final siempre será feliz. Pensemos en cuentos como Blancanieves o la Cenicienta, historias en las que las protagonistas sufren la consecuencia de la envidia ajena, hasta que terminan casándose con apuestos príncipes. El ejemplo más claro sacado de la literatura tolkieniana sería El Señor de los Anillos obra en la que todos los pueblos libres de la Tierra Media sufren y luchan contra el mal hasta la destrucción del Anillo Único, un final que apaga las llamas de todo sufrimiento anterior. Si bien el lector habrá advertido la sensación de nostalgia del final del libro; el Anillo ha sido destruido, pero quedan aún elementos de tristeza, consecuencia del mal que ocasionó Sauron. En verdad la historia sigue, después de cerrar el libro, hasta el verdadero final, una Última Batalla y un Día del Juicio, mencionado escuetamente en el Silmarillion, y con más detalle en otras obras. Para Tolkien, el prototipo de historia eucatastrófica es la vida de Nuestro Señor Jesucristo, que se encarnó, asumiendo las limitaciones de la naturaleza humana –menos el pecado-, fue perseguido, incomprendido, traicionado, negado, crucificado, hasta el final feliz de su resurrección, causa del mayor gaudium posible. Toda leyenda de dolor que tiene un final feliz nos llena el corazón de alegría.

Sin embargo, Los Hijos de Húrin, la historia de una maldición, nos lleva por senderos de odio y venganza, muerte y desolación, cuyo final es una tragedia, una catástrofe, no una eucatástrofe. Húrin, capturado por Morgoth tras La Batalla de las Lágrimas Innumerables es condenado a ver y oír con los ojos y oídos de Morgoth, a presenciar cómo se lleva adelante la maldición que impone a su familia:

-Pero sí te tengo a ti, y llegaré a toda tu maldita casa; y os quebrantará mi voluntad, aunque estéis todos hechos de acero-. (…) Extendiendo el largo brazo hacia Dor-lómin, maldijo a Húrin y Morwen y a sus hijos, diciendo-: ¡Mira! La sombra de mi pensamiento caerá sobre ellos dondequiera que vayan, y mi odio los perseguirá hasta los confines del mundo. (…)

-Siéntate aquí ahora –dijo Morgoth- y contempla las tierras donde aquellos que me has entregado conocerán el mal y la desesperación. Porque has osado burlarte de mí, y has cuestionado el poder de Melkor, amo de los destinos de Arda. Así pues, con mis ojos verás, y con mis oídos oirás, y nada te será ocultado. (LHH, p.57-58).

Tras derrota de La Batalla de las Lágrimas Innumerables el pueblo de Húrin sufre el ataque de los Orientales, la casa de Húrin es perseguida y dominada. Así se origina la dispersión de la familia de Húrin. Túrin, hijo de Húrin y Morwen, es el héroe de la obra y el que va sembrando desgracia por toda Beleriand. Por engaño de Melkor termina casándose son su hermana Niënor quien, al saber que su marido es su hermano, se lanza por un acantilado. Túrin también se quita la vida. Morirá también su madre, Morwen; sólo Húrin querdará vivo para ver cumplida la maldición del Morgoth.

¿Contradice la historia de Túrin la teoría de la eucatástrofe? ¿Los Hijos de Húrin tiene un final feliz? Intentemos responder. Esta historia, que tiene su unidad e independencia, hay que entenderla como una historia más vinculada a una historia general, una historia mayor: lo ocurrido desde la creación del Mundo (Arda) hasta su final, la Dagor Dagorath, la Última Batalla y el consiguiente Juicio. Por tanto, el final de la historia de Los Hijos de Húrin no es el verdadero final que debe ser feliz, es sólo una etapa de la historia. El final feliz llegará al final del mundo, cuando el mal desencadenado por Morgoth haya sido completamente destruido. Por tanto, las hazañas y las desventuras de Túrin hay que entenderlas dentro de este marco mayor; el único atisbo de final feliz estaría en la muerte del dragón Glaurung, pero con reparos, pues es justo su muerte lo que desencadena el suicidio de los dos hermanos.

El origen del mal

¿Es la tragedia de Túrin consecuencia de un destino ciego? La causa de esta tragedia es la voluntad de Morgoth, el Vala (uno de los primeros espíritus creados por Eru, el Dios del mundo tolkieniano) rebelde. Él es el que todo lo tuerce y amaña todo para que las pasiones de los Hombres y de los Elfos cooperen con su designio destructor. El libro nos muestra cómo se cumple su maldición; Morgoth quiere así demostrar que es el dueño de la Tierra, que la puede gobernar, aunque a su modo. Antes de rebelarse, a Morgoth (cuyo nombre significa Enemigo Oscuro) se le llamaba Melkor (el que se Alza en Poder), y desde su rebelión no hizo más que mutilar la creación entera. Los demás espíritus lucharon contra él en muchas ocasiones, hasta que se confinó en la fortaleza de Angband, lugar donde mora en el transcurso de los hechos de Los Hijos de Húrin. Ahora bien, hay que dejar claro que Morgoth no puede crear nada, sólo puede corromper lo que existe; al único que le compete crear es a Eru, el Dios Único del mundo tolkieniano, aunque se sirva de otros espíritus para hacer efectivo lo que piensa, a modo de demiurgos. No hay tampoco sombra de maniqueísmo en esta historia como a veces se dice. Eru y Melkor no son encarnaciones de un bien y un mal en lucha perpetua, sino que «En el principio estaba Eru, el Único, que en Arda es llamado Ilúvatar», como nos dice el inicio del Ainulindalë en el Silmarillion. Eru creó primero a los Ainur, entre los cuales estaba Melkor, éste usó su libertad no para obedecer el mandato de Eru sino para rebelarse pues «grande era el deseo que ardía en él de dar Ser a cosas propias». ¿Por qué Melkor no acepta las cosas como son? ¿Por qué no acepta la realidad tal cual es? ¿Por qué ha optado por negarse a servir a Eru? El que tiene deseos de dar Ser a cosas propias no acepta las cosas como las he determinado Otro. Melkor se constituye en espíritu opuesto al Otro, en el malo absoluto, porque no quiere servir a otro más que así mismo. Un resquicio de servicio a otra voluntad le abriría una pequeña rendija al bien como fue el caso de Sauron, seguidor de la rebelión de Morgoth, del que se dice en el Silmarillion que «era menor en maldad que su amo sólo porque durante mucho tiempo sirvió a otro y no a sí mismo».

La presencia de este mal en la obra, y en general en todo el mundo tolkieniano, es abrumadora. Cuando Túrin pregunta a su madre por qué no puede ver a su hermanita, Morwen le contesta: «Porque Urwen está muerta y ya no hay risa en esta casa. Pero tú vives, hijo de Morwen; y también el Enemigo que nos ha hecho esto». (LHH, p. 37). Una terrible peste que venía desde las tierras donde moraba Morgoth había acabado con la vida de la niña. Morwen le manifiesta a su hijo que el Enemigo está vivo, que actúa para extender el mal, pero que también su hijo vive, y que el tiempo puede convertirle en vengador.

En la época en que se desarrolla la historia toda Beleriand (la geografía en la que se desenvuelve la historia) es vulnerable ante el Enemigo, quien va conquistándola poco a poco, según su deseo de dominio y gobierno. Sólo un reducto de Elfos se escapa a la mano de Morgoth, una tierra de Elfos llamada Doriath que goza de la magia protectora de su reina.

Una de las manos de Morgoth para sembrar el mal, a parte de los conocidos Orcos, es Glaurung el dragón. Este horrible animal maneja una de las armas que causan más daño en la historia: la mentira. Cuando cae la fortaleza de Nargothrond los elfos son llevados prisioneros; Túrin debería ir a rescatarlos, sobre todo a la princesa Elfa Finduilas. Glaurung no mata a Túrin para que su final sea más trágico, le insta a que vaya a su casa a rescatar a su madre y a su hermana antes de que lleguen los orcos, cuando en realidad sus seres queridos están a salvo en Doriaht, de este modo Túrin no salva a Finduilas quien terminará muerta. «Y Glaurung rió una vez más, porque había cumplido la misión que le encomendara su amo» (LHH, p. 156).

La dolorosa victoria del bien

Como en la realidad, el mal existe; y es uno de los aspectos que dan al mundo imaginario su verosimilitud. Para Tolkien un país de las hadas sin riesgos sería infiel a todos los mundos (Cf. Carta 17). Tolkien es consciente de que en nuestro mundo el mal y el bien se entremezclan; en la Tierra Media parecen estar delimitados el bando bueno (los pueblos libres) y el malo (Morgoth y sus siervos). Al mismo tiempo las guerras imaginarias son un reflejo de nuestra batalla interior entre el bien y el mal:

Sí, creo que los orcos son una creación tan real como la que más en la literatura “realista”: tus vigorosas palabras describen bien la tribu; sólo en la vida real están en ambos bandos, claro está. Pues lo “novelesco” se desarrolla a partir de la alegoría, y sus guerras derivan aún de la “batalla interior” de la alegoría en la que el bien está en un bando y varios modos de maldad en el otro. En la vida real (exterior) los hombres están en ambos bandos: lo cual significa una colorida alianza de orcos, bestias, demonios, hombres sencillos naturalmente honestos y ángeles. Pero, por cierto, ¡significa no poco quiénes sean tus capitanes y si per se se asemejan a los orcos! Y de qué se trata todo (o se piensa de qué se trata). Aun en este mundo es (más o menos) posible estar en uno u otro bando, el malo o el bueno (Carta  71).

El mundo de Tolkien es, como el nuestro, un mundo caído, un mundo en el que sin la caída todo hubiera sido de otra manera, pero que tras esa caída –cuyo origen es la rebelión de Morgoth, la rebelión de una voluntad, una libertad errada- se ha perdido la sabiduría y la prudencia. El deseo de poder de Morgoth es el deseo de poder de toda naturaleza caída donde la máxima rectora de los propios actos es «si algo puede hacerse, debe hacerse». Pensemos en la técnica y en la ciencia, grandes fuentes de poder, que en manos de un hombre caído, pueden generar el mal y no el progreso. Sólo existe un medio para obtener lo mejor: negarse deliberadamente a hacer algo que es posible hacer, es decir, abnegarse (Cf. Carta 186). Sin embargo, la abnegación sólo es posible cuando existe una razón mayor por la cual negarse ha hacer algo posible: la sabiduría. El hombre necesita una luz superior con la cual iluminar la deliberación de sus actos. Si la naturaleza humana no fuera caída, la armonía nos habría librado de este problema, pero en un mundo caído es necesario fiarse de una voluntad superior, de lo contrario la culpa de Morgoht será el móvil de los hombres: el deseo de dar ser a cosas propias. ¿No es este el deseo de muchos? Veamos sólo un ejemplo, la genética. Una ciencia que sin una razón superior, es decir, sin Dios, se convierte en una ciencia destructora del hombre. No puedo olvidar las palabras de Frossard al respecto: «La referencia a Dios es indispensable no sólo para dar una definición del hombre que no lo rebaje, sino para dotar su persona de inviolabilidad. Ya se le congela en estado embrionario o se le mata con la aprobación de la ley; (…). Si no somos más que un montón de moléculas llamado a disolverse un día, ¿por qué prohibir que se modifique su forma y su composición? Sólo Dios puede salvarnos de nosotros mismos. Nunca nos ha sido más necesario. Si no existiera, habría llegado el momento de inventarlo. Pero existe, y ha llegado el momento de recordarlo». La abnegación y el sufrimiento; el sacrificio de la propia autorrealización, la entrega de la propia voluntad para cederla a la voluntad de Otro y así obtener un bien mayor, se llama renuncia. La abnegada decisión de Frodo de llevar a destruir el Anillo y su camino de dolor nos lo manifiesta: «Intenté salvar la Comarca, y la he salvado; pero no para mí. Así suele ocurrir, Sam, cuando las cosas están en peligro: alguien tiene que renunciar a ellas, perderlas, para que otros las conserven».

Pero, ¿sólo hay fuerzas del mal? El mal es lo que más llama la atención y desgraciadamente lo que más rápido se multiplica. Las experiencias de la Primera Guerra Mundial sin duda se traspasan al mundo imaginado. Para el autor la guerra es un desperdicio material, moral y espiritual (Cf. Carta 64) y un añadido de amargura a la ya suficiente amargura propia de un ser caído como es el hombre (Cf. Carta 44). Las alianzas entre Hombres y Elfos para luchar contra Morgoht son un signo del bien. También la ayuda indirecta de los espíritus primeros, los Ainur encargados de velar por la Tierra. Pero, ciertamente, la victoria completa del bien no será sino hasta el final. El mismo Eru no aparece en la historia y da la impresión de que los hombres no tienen conocimiento de él, pero esto no quita que esté presente a modo de una providencia, dirigiéndolo todo para el final feliz. Gandalf, en El Señor de los Anillos, lo reconocía: «Hay otras fuerzas en este mundo a parte de la voluntad del mal».

La victoria final es a veces incierta, pero hay que tener confianza, luchando para que el bien reine en el mundo, como lo reconocía Sam:

No deberíamos haber llegado hasta aquí. Pero henos aquí. Igual que en las grandes historias, señor Frodo, las que realmente importan, llenas de oscuridad y de constantes peligros, esas de las que no quieres saber el final porque, ¿cómo van a acabar bien?, ¿cómo volverá el mundo a ser lo que era después de tanta maldad como ha sufrido? Pero al final, todo es pasajero. Como esta sombra. Incluso la oscuridad se acaba para dar paso a un nuevo día. Y cuando el sol brilla, brilla más radiante aún. Esas son las historias que llenan el corazón. Porque tienen mucho sentido. Aún cuando eres demasiado pequeño para entenderlas. Pero creo, señor Frodo, que ya lo entiendo. Ahora lo entiendo. Los protagonistas de esas historias se rendirían si quisieran. Pero no lo hacen. Siguen adelante porque todos luchan por algo.

Tolkien escribió que el bien vencerá al mal: «Todo lo que sabemos, y en gran medida por experiencia directa, es que el mal se afana con amplio poder y perpetuo éxito…en vano: siempre preparando tan sólo el terreno para que el bien brote de él». Una voluntad mayor dirige la historia hacia el bien, hacia el bien perdido, antes de la caída. Esto se percibe claramente en un pasaje de El retorno del Rey. Frodo y Sam se encuentran en Mordor, el peor lugar de la Tierra Media, lo más cerca posible del Enemigo, Sauron, el que ahora se sirve a sí mismo como en otro tiempo lo hizo Melkor:

Para mantenerse despierto, (Sam) se deslizó fuera del escondite y miró en torno. El lugar parecía poblado de crujidos y crepitaciones y ruidos furtivos, pero no se oían voces ni rumores de pasos. A lo lejos, sobre los Ephel Dúath en el oeste, el cielo nocturno era aún pálido y lívido. Allá, asomando entre las nubes por encima de un peñasco sombrío en lo alto de los montes, Sam vio de pronto una estrella blanca que titilaba. Tanta belleza, contemplada desde aquella tierra desolada e inhóspita, le llegó al corazón, y la esperanza renació en él. Porque frío y nítido como una saeta lo traspasó el pensamiento de que la Sombra era al fin y al cabo una cosa pequeña y transitoria, y que había algo que ella nunca alcanzaría: la luz, y una belleza muy alta. Más que una esperanza, la canción que había improvisado en la Torre era un reto, pues en aquel momento pensaba en sí mismo. Ahora, por un momento, su propio destino, y aun el de su amo, lo tuvieron sin cuidado. Se escabulló otra vez entre las zarzas y se acostó junto a Frodo, y olvidando todos los temores se entregó a un sueño profundo y apacible.

Sam sabe que «por encima de todas las sombras cabalga el Sol y eternamente moran las Estrellas», hay algo que Morgoht nunca dominará: Eru y su belleza, su designio final. En este sentido se profetizó el destino final de Túrin, como se lee en El Camino Perdido. En la Última Batalla luchará Túrin Turambar y con su espada negra dará muerte definitiva a Morgoth, y así serán vengados los Hijos de Húrin y todos los Hombres.

Los hombres mortales

A parte del tema del poder, hay otro tema central, el más importante para Tolkien, la relación entre Muerte e Inmortalidad. Gracias a la existencia de seres “inmortales” la realidad de la muerte de los hombres se hace más aguda, está más presente en la reflexión humana. Parece que, al tener otra raza de “carne y hueso”, semejante y distinta, con quien compararse, los Hombres son más conscientes de sus limitaciones. Esta es la razón que le da Húrin a Turgon para que le permita salir el reino en el que es huésped: «Señor, sólo somos hombres mortales, distintos de los Eldar (Elfos). Ellos pueden pasar muchos años esperando batirse con sus enemigos algún día distante, pero nuestro tiempo es corto, y nuestra esperanza y fuerza pronto se marchitan» (LHH, p. 33).

Sador, el criado de Húrin, distingue muy bien estas dos naturalezas cuando Túrin le pregunta qué es el destino: «Como todos podemos ver, envejecemos pronto y morimos; y, por desgracia, muchos encuentran la muerte incluso antes. En cambio, los Elfos no envejecen y no mueren, salvo a causa de una gran herida. De heridas y penas que matarían a los Hombres ellos pueden curarse; y dicen algunos que, después de que sus cuerpos hayan desaparecido, pueden volver. No sucede lo mismo con nosotros (LHH, pp. 38-39).

Ahora bien, la inmortalidad de los Elfos no es, como podríamos pensar, eternidad, sino más bien una longevidad mayor. Sus destinos están unidos al destino de la tierra y duran lo que la tierra dure. Pueden morir a espada y de una pena muy grande, pero su alma va entonces a un lugar físico, a Mandos, donde están las Casas de los Muertos, al oeste de Valinor, y allí esperan el fin de la tierra. Por tanto, «no escapan del tiempo sino que permanecen en el mundo, ya sea desencarnados o renaciendo» (Carta 181).

Gracias a la presencia de esta raza Inmortal, que envejece muy lentamente, que es más resistente a las enfermedades y es más sabia, se subraya la corta edad que viven los Hombres. ¿Qué podemos decir de la raza mortal? Los relatos de las primeras edades del mundo de Tolkien se refieren a los Elfos, son ellos los que escriben la historia. Mitos, anales y poemas se redactan desde la perspectiva élfica. Son pocas las historias de hombres y las que se narran se hacen desde la perspectiva de los elfos, por ello acerca de los hombres se llega a saber muy poco. El pequeño Túrin, conocedor de la muerte de su hermana pregunta a Sador: ¿No volverá? ¿Adónde ha ido? El siervo le contesta:

-No volverá. Pero adónde ha ido nadie lo sabe; o yo no lo sé.

-¿Ha sido siempre así? ¿O somos víctimas de alguna maldición del rey malvado, quizás, como el Mal Aliento (la peste)?

-No lo sé. Nuestro pasado es oscuro, y de él nos han llegado muy pocas historias. Puede que los padres de nuestros padres hubiesen podido contar algo, pero no lo hicieron. Incluso sus nombres están olvidados. Las Montañas se interponen entre nosotros y la vida de los que vinieron, huyendo nadie sabe de qué. (LHH, p. 39)

En el Silmarillion la muerte es concebida como un don divino entregado a los hombres, el Don de Ilúvatar. Este don los libera de los círculos del mundo, pues el corazón de los hombres está hecho para ir más allá, para no encontrar reposo en el mundo. Los Elfos, en cambio, están en el mundo hasta que este dure; y este estar en el mundo tantas edades puede cansar el corazón de los Elfos, que pueden llegar a envidiar el don de la muerte concedido a los Hombres. Pero del destino final de los Hombres, qué sea de ellos tras la muerte, es un secreto de Dios (Cf. Carta 175), un don que será envidiado por las demás criaturas. Tolkien nos deja aquí un eco de eternidad envuelto en el misterio. La antítesis entre estas dos razas nos lleva a preguntarnos por la muerte, y su sentido; despierta, en fin, un tema real para el hombre. La muerte no es más que una puerta, un tránsito a otro estado, desconocido por los mitos élficos, algo que sólo Dios sabe, algo que no puede tener parangón con nada terreno y por eso no puede explicarse en mitos. El “ni el ojo vio, ni el oído oyó” de San Pablo. (Quizás, para evitar cualquier comparación, Tolkien se apartó se su idea inicial imaginando para su mundo un juicio, un cielo, un purgatorio y un infierno como se narra en El Libro de los Cuentos Perdidos I, lo cual sería un calco muy fácil de lo que dice la fe cristiana).

Pero, como pregunta Túrin, ¿ha sido siempre así? ¿el hombre siempre fue mortal? ¿No se tratará tal vez de una maldición del rey malvado? Una interesante conversación entre el elfo Finrod y Andreth, una Mujer Sabia, nos refleja las dudas y temores de los hombres acerca de la muerte. La conversación se encuentra en El Anillo de Morgoth. El punto de vista de los hombres es que la muerte es un castigo, una consecuencia de la maldad de Morgoth; los hombres habrían cometido una falta al poco tiempo de su despertar. Pero el punto de vista de los Elfos es distinto. Finrod no cree que eso sea posible pues Morgth no puede cambiar la naturaleza de toda una raza. Lo más probable es que la supuesta inmortalidad inicial de los hombres sólo sea una mentira de Morgoth para hacer que los hombres se enfrente a Elfos, Valar y contra el mismo Eru. Es la mentira un arma común en Morgoth y en sus servidores, el dragón Glaurung, o el mismo Sauron quien en otra época del mundo, mediante engaños, llevará a los hombres a navegar a Occidente rompiendo la prohibición de los Valar. La conquista de Valinor les haría inmortales, un eco del “seréis como dioses”.

Los que modelan su propia vida

A parte de mortales, los hombres pueden ser definidos como los que modelan su propia vida. Los hombres, dice el Silmarillion «tienen el poder de modelar su propia vida, entre las fuerzas y los azares mundanos, más allá de la Música de los Ainur, que es como el destino para toda criatura».

El Dios creador que aparece en El Silmarillion se manifiesta señor y dueño de la historia mediante una música que compone y dirige, todas las criaturas están llamadas a seguir ese designio. Ahora bien, los hombres pueden modelar su propia vida, pueden elegir o rechazar, actuar de cara a los Valar o en su contra.

Hay momentos en Los Hijos de Húrin donde advertimos que si los protagonistas hubieran actuado de otra forma, el final no hubiera sido trágico, y Morgoth no hubiera triunfado sobre la familia de Húrin. Es poderosa la maldición de Morgoth, pero recordemos que los hombres, al ser libres, están más allá del destino. Túrin no se encuentra con las manos atadas ante un ciego destino, más bien se encuentra ante dos senderos: seguir por el que le dicte su orgullo o acatar el consejo de los sabios. Morgoth sabe que el espíritu de la venganza llevará a Túrin por el camino del orgullo y la ceguera, y lo aprovecha. Túrin nos reprocha: ¿cómo juzga un Elfo a los Hombres? Respondamos con Beleg: Como juzga todos los actos, no importa quien los ejecute. (LHH, p. 102)

Indicábamos antes que en esta tierra imaginaria también existe una providencia, aquí la muestra el consejo de los sabios, los Elfos, sobre todo Melian, la Maia. Veíamos también que un mundo caído se ha roto toda armonía y que la sed de poder es muy fuerte. El poder que Túrin tiene en sus manos es el de la venganza, quiere vengar a su padre Húrin. El criterio de sus actuaciones podría ser: “Todo lo que pueda hacer para vengarme debo hacerlo”.

El corazón de Túrin es orgulloso. La hija de Larnach dice de él: «Era muy orgulloso» (LHH, p. 95). Túrin actúa según el criterio de su fuerza, confía en su poder y en las armas que posee. Muchas veces no se pregunta qué debe hacer, sino que sigue el impulso de su pasión. La Maia Melian se lo advierte: «teme a la vez el calor y la frialdad de tu corazón, e intenta ser paciente si puedes». (LHH, p. 75). Su orgullo no le permite regresar a Doriath aunque haya sido perdonado del delito que cometió, tampoco acepta regalos de Doriath, como las lembas que le ofrece Beleg. Así se dirige a Beleg:

Mi corazón de Hombre era orgulloso, como dijo el rey Elfo. Y todavía lo es, Beleg Cúthalion. No soporto la idea de regresar a Menegroth y aguantar miradas de piedad y perdón, como un niño descarriado que ha vuelto al buen camino. Soy yo quien tendría que conceder perdón, en lugar de recibirlo. Y no soy ya un niño, sino un hombre, según ocurre en mi especie; y un hombre endurecido por el destino. (LHH, p. 101)

Sólo una Sabiduría, la obediencia a una voluntad superior podría librar a Túrin de las redes del mal. A Túrin se le manifiesta esta sabiduría por medio de los Elfos, esta raza longeva, sabia por naturaleza y por tiempo, es prudente. Además Melian tiene una fuerza semejante a la de Morgoth, tanto que, mientras Túrin vive en Doriath bajo su influjo, Morgoth lo pierde de vista y no puede luchar contra él. Cuando Túrin decide abandonar Doriath se le previene de que no lo haga, pero no se le obliga a quedarse, se respeta su libertad:

-Tú eres libre de ir a donde te plazca, hijo de Morwen –intervino Melian-. La Cintura de Melian no estorba la partida de los que la traspasaron con nuestro permiso.

 -A no ser que un buen consejo te retenga –dijo Thingol.

 -¿Cuál es vuestro consejo, señor? –preguntó Turín.

-Pareces un hombre por tu estatura, en realidad más que muchos ya –respondió Thingol-; pero sin embargo no has alcanzado aún la plenitud de la hombría que llegarás a tener. Mientras no sea así, deberías ser paciente, probar y poner en práctica tu fuerza (LHH, p. 74).

Sólo un consejo podría retener a este joven corazón, pero su orgullo no aceptará consejo alguno. «Escucha el consejo del rey», decía Melian, «siempre será más sabio que el tuyo». Túrin tiene un corazón orgulloso, impaciente e imprudente que llega a despreciar incluso a los Valar, desafía así a esos seres que son tenidos por dioses y que velan por la Tierra:

Los Valar os han olvidado, y desprecian a los Hombres. ¿De qué sirve mirar a través del Mar infinito una puesta de sol moribunda en el oeste? Sólo hay un Valar que nos importa y ése es Morgoht. (…) Es mejor ganar un tiempo de gloria, aunque sea efímero, porque el final no será peor por ello. (p. 140-141).

Túrin no espera salvación más allá del Mar, su confianza está en sus salas fuerzas y en el ejército que pueda reclutar, sólo confía es su victoria, como si las armas fueran el único muro contra Morgth, como si la salvación del mundo dependiera sólo de la voluntad y de los planes del hombre, como si una fuerza superior, ni humana ni élfica, no fuera capaz de un plan mayor.

También Morwen, la madre de Túrin, se ciega por el orgullo y desprecia el consejo de los sabios. La salvación de la familia de Húrin depende de su permanencia en Doriath, pero Morwen siente una duda en su corazón y quiere ir a buscar a Túrin. Thingol del dice: «Éste es un asunto peligroso y requiere un tiempo de reflexión. La duda puede ser desde luego obra de Morgoth para llevarnos a cometer alguna acción precipitada» (LHH, p. 174). Pero Morwen quiere partir y se le respeta su decisión: «Libremente vinisteis aquí; y libremente os quedaréis… o partiréis». Morwen parte obedeciendo la voluntad de Morgoth. De todas formas, los elfos no la dejan sola y le envía soldados que la defiendan en los peligros y si en el último momento decidiera volver a Doriath los elfos la aceptaría de nuevo, tan nobles y sabios son Thingol y Melian que han elegido el bien y no aceptan odios ni rencores.

Túrin reconoce que sus actos irreflexivos y orgullosos le van acercando irreversiblemente a su cruel destino. Por ello en ocasiones oculta su verdadero nombre, pues todo pueblo que lo recibe, tras el abandono de Doriath, hospeda también la destrucción. Túrin, al esconder su nombre, recurre a la mentira. Y Gwindor le revela una gran verdad, son sus actos los que le acercan al destino fatal, no su nombre. Dice Túrin:

-Te tengo amor por haberme rescatado y mantenido a salvo, pero ahora me has perjudicado, amigo, revelando mi verdadero nombre, y echando así sobre mí el destino del que quería ocultarme.

Gwindor, sin embargo, respondió: -El destino está en ti mismo, no en tu nombre. (LHH, p. 147).

Y el destino de Túrin llega sin remedio. Es Glarung, el dragón de la mentira, el portavoz de Morgoth para revelar el desenlace fatal:

-Salve, Niënor, hija de Húrin. Volvemos a encontrarnos antes del fin. Te ofrezco la alegría de por fin encontrar a tu hermano. Ahora lo conocerás: ¡el que apuñala en la oscuridad, traidor para sus enemigos, desleal con sus amigos y una maldición para su linaje, Túrin, hijo de Húrin! Pero la peor de todas sus acciones la sentirás en ti misma. (p. 212).

Niënor recupera la memoria y con ella viene la desesperanza. La peor de las acciones de su hermano la siente en sí misma: la vida que lleva en su vientre y la muerte que busca en el acantilado. Túrin busca la muerte en su espada quien acepta cumplir tal cometido: «Sí, beberé tu sangre para olvidar a sí la muerte de Beleg, mi amo, y la sangre de Brandir, muerto injustamente. De prisa te daré muerte» (LHH, p. 223).

Es este el trágico final del los Hijos de Húrin. Sin embargo, como apuntábamos arriba, este no es el verdadero fin. Si lo fuera, Morgoth sería el señor de la historia. Pero la historia tiene otro señor. La historia sigue, avanza poco a poco, entre la certeza y el misterio; otros Hombres y otros Elfos intervienen con sus actos en el destino de Arda; y también enanos y Hobbits; uno de ellos destruirá un terrible Anillo. Pero aún tendrá que pasar mucho tiempo para el verdadero final, cuando las fuerzas del bien y del mal se enfrenten en singular batalla, en la Última Batalla, donde Túrin, Hijo de Húrin, matará definitivamente a Morgoth, vengando a su familia y a los Hombres, según la voluntad de Eru.

Final

Hay otras historias tratadas casi de modo tan cabal e igualmente independientes, y, sin embargo, vinculadas con la historia general. Está los Hijos de Húrin, el cuento trágico  de Túrin Turambar y su hermana Níniel, de la que Túrin es el héroe: figura de la que podría decirse (por gente que gusta de ese tipo de relaciones, aunque no sirven de nada) que deriva de ciertos elementos de Sigurd el Volsung, Edipo y el Kullervo finlandés. 

J. R. R. Tolkien, carta 131

Esta cita de Tolkien me libró de meterme en un callejón sin salida pues, en un principio, pensé hacer una comparación entre Túrin y Edipo; creo que huera sido un imposible.

Muchas otras cosas se podrían decir sobre la historia de Túrin, sin embargo, no tengo la longevidad de los elfos para dedicarme por más tiempo a este asunto. He dejado muchas cosas en el tintero, como hablar del Yelmo-Dragón o de la Aglachel, la espada negra. También alguno pensará que no le he hecho mucha justicia a Túrin mostrando sólo los puntos negativos de su conducta. Reconozco, entonces, su valor: Túrin conoció el sufrimiento desde muy joven, y el dolor, como señala Sador, le produjo un temple duro. Quiso terminar con el mal, luchó contra él toda su vida, no conocía el miedo, amó intensamente a sus amigos. Fue generoso y aprendió a dar de lo suyo. Fue, sin duda, un prototipo de excelencia, modelo para muchos en la Tierra Media, uno de aquellos héroes a los que se refería Sam, de esos que lucharon toda su vida para que el bien reinara en el mundo.

Los mitos son un bello conducto para transmitir verdades. La mitología de Tolkien cuenta con la ventaja de estar informada por el cristianismo. Es decir, su mundo está edificado en un humus cristiano, por ello podemos aprender cosas hasta de seres imaginarios como los elfos, por ello se puede advertir una providencia que está detrás de todo, y por ello, aunque ahora atravesemos un valle de lágrimas, esperamos un final feliz, un gozo pleno en «un sitio llamado “cielo” donde lo bueno inacabado aquí se completa; y donde las historias no escritas y las esperanzas no satisfechas se continúan» (Cf. Carta 44).

Ecclesia, XXI, n.3, 2007 – pp. 421-434

Laudes

 

«Pon la luz de tu esperanza

en el candil de este día»

 

Ahora que el sol se levanta

y la creación espabila,

ahora que arden los cipreses

y la alondra el canto afina,

ahora que surcan las nubes

el cielo de tu sonrisa,

pon la luz de tu esperanza

en el candil de este día.

Ahora que el sol victorioso

mata la noche y la humilla,

con igual poder arroja

el pecado de mi vida.

 

Tú que las sombras deshaces,

Tú que pintas de alegría

las cosas que estaban yertas,

Mayoral de mi campiña,

resucita en mis entrañas

otra mañana florida.

Borra en mi lienzo manido

los ocres de la desidia.

 

Ahora que el sol se levanta,

ahora que tu amor me mira,

escriban tus resplandores

mi historia como la dictas;

que se refleje tu luz

por mi ventana y se impriman

tus dones en este templo

labrado con piedra viva. Amén.

Esos anillos

Esos anillos, Señor, esos anillos

son la prueba del amor eterno

son la dote y el regalo

son el signo y son la fuerza del amor.

 

Esos anillos, Señor, esos anillos

son de oro por ser puro y por ser bello,

bendecidos por tu mano

son la luz y la esperanza, son tu don.

 

Esos anillos, Señor, esos anillos

son ya uno en la tierra y en el cielo

para siempre, por los años;

sólo juntos tienen para ti valor.

 

Esos anillos, Señor, esos anillos

que no los separe el hombre con su miedo,

defiéndelos del engaño.

Para siempre, hasta la muerte uno son.

 

Esos anillos, Señor, esos anillos

engarzados en las almas de sus dueños

son palabra de tus labios

para siempre son el eco de tu voz.

 

Esos anillos, Señor, esos anillos.

Pan

«Qué bien lo sabe él: -El pan a nadie se le niega. Y en esta fría mañana nos ha fiado el pan».

Qué bien lo sabe él:

-El pan

a nadie se le niega.

Y en esta fría mañana

nos ha fiado el pan.

Qué bien el panadero

conoce la verdad:

una barra,

una hogaza

son una vida oculta,

oculta como miga

que infla la corteza.

La hogaza es grano

que crece

y espiga

que llora

sus lágrimas de trigo.

Y es muela y es molino

y harina que se amasa

y crece…

y yo no sé cómo acrecienta

su forma

y se ennoblece;

tampoco el panadero

que en esta fría mañana

nos ha fiado el pan.

 

En esta fría mañana

nos han fiado todo.

Es como un don :

-Lo pagarás mañana.

Y la sorpresa:

-Traigo el dinero

-Ya no hace falta.

Vino antes otro

y lo pagó por ti.

 

Y yo me asombro.

Y bebo el aire blando que respiro

y el sol que alumbra el paso de mi vida

y el agua

y la esperanza

y la fe

y mis hermanos y mi casa y todo

y el latido de la vida

y el pan de nuevo

y el otro Pan,

el que es sagrado,

el pan de cada día.

Todo fiado.

Y lo he de pagar.

Aquel día

me pedirán las cuentas.

Mañana.

 

Pero ya es don,

porque me inunda la sorpresa:

-Traigo el dinero.

-Ya no hace falta.

Vino antes otro

y lo pagó por ti.

 

Y te asombras,

te sorprendes

y das gracias,

gracias, gracias:

¡Eres deudor y nada debes!

Pelícano (la pesca)

 

El ave traza un círculo sobre la mar despierta.

Es hora de pescar; está la mar inquieta

y el pez incauto nada muy cerca de la orilla

donde buscando están las aves su comida.

 

Y de repente ocurre. Se lanza como un rayo,

rápida, fiel, certera: sobre la presa el hado

del ave pescadora, pelícano de sal,

saeta que penetra sobre la piel del mar.

 

Se hunde (el agua hierve). Con el laurel regresa

hasta la superficie y en su bolsa almacena,

bajo su pico largo, (botín de pez dormido,

caza de mar nervioso) su pan, su sol, su brío.

La educación como promoción de virtudes y valores

Virtudes teologales

Generalmente cuando hablamos de educación nos quedamos con la sola idea de instrucción. Pensar esto es quedarse con una parte integrante del término y olvidar los elementos que la comprenden. La instrucción es la comunicación de ideas o conocimientos, como puede ser el teorema de Pitágoras que un profesor enseña a sus alumnos. Estos contenidos se dirigen a la inteligencia; sin embargo, el hombre no es sólo inteligencia, es también voluntad y corazón, y es también un cuerpo; por eso existe también una educación de la voluntad, una educación física, etc.

¿Qué es la educación?

El hombre, privado de instinto animal, desde su nacimiento necesita ser conducido por sus padres en esta enorme labor de ser hombre. Debe ser alimentado, protegido, se le debe enseñar una lengua, ciertos hábitos de comportamiento en sociedad, etc. Advertimos por tanto que el hombre no nace sino que debe perfeccionarse en el tiempo. La naturaleza humana exige ser perfeccionada, ser acabada, llegar a la plenitud. Esta plenitud, o el llegar a un grado de excelencia, es lo que los griegos llamaban areté y se puede traducir por la virtus de los latinos. Por tanto, el término virtud, que a nosotros nos suena con connotaciones morales, no tiene primariamente este sentido. Los antiguos eran conscientes de que todo ser, según su propia naturaleza, debía adquirir un grado de plenitud, de excelencia. Así, por ejemplo, un caballo virtuoso sería aquel que alcanzara mayor velocidad en la carrera, era pues un animal excelente, el mejor en el correr.

En este sentido podemos definir la educación como el desarrollo de lo humano en el hombre, la promoción de todas sus virtualidades perfectivas que están latentes en su naturaleza humana y le hacen alcanzar el estado de virtud. Últimamente se ha hecho más común emplear el término valor en lugar del de virtud. No es el caso discutir aquí si son o no equivalentes, aceptémoslos como sinónimos siempre y cuando entendamos el valor como una cualidad objetiva de los seres y no como un proyección subjetiva. Un valor debe ser algo necesario y absoluto tanto para el hombre de hoy como para el de mañana, pues es un aspecto del bien.

Jerarquía de valores

¿Cómo podemos establecer una adecuada jerarquía de valores? Para que tal jerarquía no sea arbitraria debemos analizar la naturaleza humana. Descubrimos en el hombre -unidad de cuerpo y alma- tres dimensiones. La primera, relativa al cuerpo material, es la dimensión orgánica o biológica. La segunda y la tercera dimensión son relativas al alma: la dimensión racional o lógica y la dimensión moral o ética. A partir de aquí podemos discernir los tipos de valores.

Pongamos en el centro los valores intelectuales o espirituales. Éstos se mueven a la búsqueda de la verdad (valores teóricos, propio del entendimiento especulativo que ordena las ciencias) o del bien (valores prácticos) o de la belleza (valores técnicos, en cuanto que la razón técnica obra sobre la naturaleza mediante las artes, los oficios, etc.)

Ascendamos ahora en la escala de valores. ¿Qué ocurre si el hombre, en vez de trabajar sobre la naturaleza externa (la construcción de una casa, la elaboración de una pintura) obra sobre sí mismo para obtener su perfección? Es la búsqueda del bien en la propia naturaleza humana, la razón obra sobre sí misma para gobernar sus tendencias. Estamos ante los valores morales. Para cuyo ejercicio nos servimos de las virtudes morales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Estando la prudencia en el ámbito del intelecto y de la voluntad, pues es virtud rectora. Un paso más en la escala nos lleva a la cima, los valores religiosos. Se completan con ellos los valores morales al toparnos con los sobrenatural. Estos valores nacen de la apertura de la persona a Dios.

Descendamos ahora un escalón desde los valores intelectuales. Nos encontramos con el hombre que se relaciona con otros hombres. Aparecen aquí los valores sociales y políticos. Un paso más abajo nos lleva a los valores vitales, el encuentro del hombre con su vida orgánica. Y finalmente, en el último grado, hallamos la relación que tiene el hombre con las cosas materiales, es decir, los valores materiales o económicos.

Por tanto, la jerarquía de valores quedaría así, empezando con los valores supremos: religiosos, morales, intelectuales, sociales y políticos, vitales y materiales. Somos conscientes que nuestra sociedad actual ha invertido la escala de valores, ya no tienen prioridad los valores religiosos y morales; lo vemos en el caso de los países cuya legislación ningunea las clases de religión en la escuela. Parece que nuestro mundo prefiere los valores económicos y vitales. ¿No advertimos cómo se cultiva el cuerpo, cómo se busca la salud, como un fin, sin preocuparse de la educación moral, de la conciencia, del sentido religioso? ¿No acapara hoy la economía todas las dimensiones del hombre? Hasta se piensa que hay calidad en la educación simplemente porque se invierte mucho en ella, porque se gasta mucho dinero. Los valores materiales no son malos, el problema es que no son los primeros; uno se preocupa más por tener un buen coche o el móvil de última hora que por tener una voluntad recia o una ardiente fe para soportar el sufrimiento y las adversidades de la vida.

¿Qué hay que educar?

Efectivamente hay que educar al hombre, pero analicemos brevemente qué aspectos del hombre hay que educar. Los valores enumerados arriba están en el hombre de forma virtual, de forma latente, nos queda, pues, la tarea de suscitarlos llevando al hombre a la perfección, a su estado de virtud. Para eso esta la educación, y habrá un tipo de educación según los diversos valores: educación religiosa, moral, intelectual, técnica, sensible y física.

Habrá que educar, pues la cabeza; es decir la inteligencia con la doctrina, las ideas, los conocimientos de las diversas disciplinas científicas. Es importante también la educación de la sensibilidad, de los afectos, del corazón, pasando del sano amor propio al amor de los demás. La educación de la praxis va desde el conocimiento del fin hasta la ejecución pasando por la deliberación: ¿Cuál es mi fin? ¿Qué debo hacer? ¿Cómo lograrlo? Una completa educación lo es también del cuerpo, la educación física, tan valorada hoy en día. Los latinos decían que había una mente sana en un cuerpo sano, y es muy cierto; por ejemplo, el máximo rendimiento intelectual tiene mucho que ver con un organismo sano: suficientes horas de sueño, buena alimentación, etc. Por eso advertimos que un valor superior está condicionado por el que le precede. El secreto de una buena educación está en la armonía, en la auténtica adaptación de todos los valores siguiendo la jerarquía establecida según la propia naturaleza del hombre. Hay una jerarquía de valores y una jerarquía de la educación, del cumplimiento de esos valores.

Cómo educar en las virtudes (o valores)

El hombre antiguo, me refiero al pueblo griego en particular, lo tenía muy claro. Educaba en las virtudes mediante los personajes ejemplares. Pensemos en la Ilíada o en la Odisea, en una sociedad donde apenas hay leyes escritas los deberes se transmiten mediante modelos de forma oral. Aunque los ideales homéricos están destinados a un grupo de la sociedad muy característico, la aristocracia, me interesa señalar el medio de educación: el ejemplo. Más tarde, la tragedia griega intentará hacer lo mismo aunque a otro tipo de sociedad. De estos dos ejemplos, la épica y la tragedia, se concluye que la literatura ha sido uno de los medios más aptos para mostrar modelos y antimodelos, enseñar lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. También la fe no tiene mejor forma de transición que el ejemplo, el testigo. Por eso la fe cristiana ha mostrado las vidas de los santos para la edificación del pueblo de Dios, presentando modelos reales de amor a Dios como para decirnos «si otros pudieran tú también puedes». Las manifestaciones artísticas son un medio apto para esta tarea, el arte, la literatura. Ahora bien, al transmisión de estos valores llega a nuestras manos gracias a una tradición.

La tradición es una herencia, es la entrega de un patrimonio de generaciones pasadas a generaciones presentes. Es decir, la tradición comunico algo, un modo de ser, una razón, un canon y una medida para el pensar y el obrar. Al fin y al cabo nos habla de Dios, origen y meta del hombre. Lo contario a la tradición sería el nihilismo, el culto a la nada, el vacío, el escepticismo. El mundo occidental tiene una gran herencia que se está viendo atacada, una tradición que es griega, judía y cristiana. La llamada crisis de los valores se refiere a esto: vivimos en una crisis del ser, de la razón y del sentido; vivimos en una sociedad que ha invertido la jerarquía de valores. Y esto se manifiesta en el arte, en la literatura, en la educación actual.

La sede principal de la educación es la familia. ¿Dónde se debería desarrollar mejor el ejemplo sino en ella? La familia es la célula originaria y principal de la sociedad. No hay institución que la preceda, la familia nace del matrimonio. Y de la familia nacen las demás instituciones: municipio, Estado, etc. A la familia compete en primer lugar la educación de los hijos y una educación en todos los niveles, aunque para algunos deba servirse de las instituciones que ofrezca el Estado, como las escuelas. Pero esta oferta de Estado no debe negar y anular la prioridad de la familia como educadora, le toca a ella por derecho natural.

No hay que olvidar tampoco la relación entre educador y educando, dos polos que se dan tanto en la familia (relación padre hijo) como en la escuela (relación maestro alumno). Nos encontramos pues una causa (educador) y un efecto (educación) siempre con la colaboración del educando. Son las personas las que educan, sólo de manera indirecta educan otros elementos como los instrumentos (bibliotecas, vídeos, etc.) o el ambiente natural y social. El educador goza de autoridad, algo que se está perdiendo en nuestra sociedad occidental. El educador tiene autoridad porque aumenta, perfecciona la vida de alguien. El educador tiene el bien y la verdad que busca el educando. Aunque esa verdad y ese bien que posee y ofrece el educador es participado por Dios, Dios la posee en grado sumo. La experiencia, propia de la mayor edad, confiera también autoridad al educador.

Nuestro principal cometido será vivir como verdaderos educadores (en la casa, en la escuela, en la catequesis, etc.), que los niños y jóvenes sobre los que tenemos influencia educadora aprendan la recata jerarquía de valores. Y enseñemos no sólo con la doctrina sino también con el ejemplo, especialmente en lo que a enseñanza religiosa se refiere.

La educación es, pues, el medio propio para que el hombre se perfecciones como hombre, se haga virtuoso, desarrolle los valores que están latentes en su naturaleza. La educación busca dar al cuerpo y al alma -como tan magistralmente lo definió Platón- toda la belleza de que son susceptibles.