El umbral

Atravesar la puerta de la fe, no es cosa de un solo paso, es, más bien, un camino que dura toda la vida

pórtico de la caridad. Sagrada Familia
Pórtico de la Caridad. Sagrada Familia.

Pablo y Bernabé, inspirados por el Espíritu Santo, emprendieron un viaje con el fin de propagar la fe por tierras de Asia. Fue el primer viaje de San Pablo. El punto de partida fue Antioquía. Allí se clavó la punta de su compás y fueron trazando las rutas de su mapa: Seleucia, Chipre, Pafos, Perge, Iconio, Listra, Derbe. Llenaban su tiempo predicando y obrando milagros. Entre los oyentes, algunos se convertían, otros no. Cuando regresaron a Antioquía, reunieron la iglesia y contaron cuanto había hecho Dios con ellos y cómo habían abierto a los gentiles la puerta de la fe (Hch 14,27).

De este pasaje de los Hechos, Benedicto XVI recogió una imagen clara, sencilla y familiar para hablarnos de la fe. La fe es como una puerta, nos dice el Papa. Porta fidei, «la puerta de la fe», es el título que corona la carta apostólica con la que se nos convoca a acercarnos a una puerta singular, a cruzar el umbral de la fe. Comentemos brevemente los primeros párrafos.

Juan Pablo II nos había invitado a cruzar el umbral de la esperanza. Benedicto XVI nos recordó que hemos sido salvados en la esperanza. Más tarde nos habló de la caridad y hoy lo hace de la fe.

Imagen familiar. Todos hemos cruzado una puerta. La puerta siempre nos introduce, incluso si salimos de la vivienda, en ese caso nos introduce a la calle, o al jardín. Por la puerta pasamos de un espacio a otro, cruzar es cambiar de lugar, renovar los contextos en los que nos movemos. Si está usted en la cocina haciendo la comida, basta con que cruce una puerta para llegar al salón. Allí podrá sentarse en el sillón y ver un rato el televisor. Y así, gracias a una puerta, ha pasado del trabajo al descanso.

Pero también hemos pasado de la incredulidad a la creencia, de vivir sin Dios a gozar de la comunión con Él. Esta puerta nos introduce en la vida en Dios y en su Iglesia.

Tome el lector un lápiz y trace dos líneas paralelas verticales algo separadas, después una estas dos líneas por la parte superior con una línea horizontal. Ya tenemos el dintel y las jambas de nuestra puerta. Sobre el dintel escriba la palabra «fe» y si quiere, a modo de rótulo incluya «Hch 14, 27». He aquí una imagen de la puerta que seguiremos contemplando.

Tenemos también la experiencia de estar leyendo cómodamente en una habitación cuando oímos una voz que nos habla. A lo mejor algún miembro de la familia nos llama para que le hagamos un favor o simplemente porque quiere decirnos algo. Siguiendo su voz, dejamos la lectura y nos introducimos en otra estancia de la casa –a través de otra puerta, claro- para encontrarnos con la persona que nos convoca.

La puerta de la fe se cruza cuando oímos la Palabra de Dios, anunciada por los pastores, y el corazón la acepta y se deja transformar por ella y emprende así el camino de la fe. Por eso dibujaremos una Biblia abierta y la pondremos con cuidado y reverencia sobre el umbral de nuestro dibujo.

Sin embargo, atravesar la puerta de la fe, no es cosa de un solo paso, es, más bien, un camino que dura toda la vida. Es como si esta puerta no fuera más que el marco de un largo pasillo cuya longitud son los días de nuestra vida. Por eso tendrá usted que coger de nuevo el lápiz y dibujar cuatro líneas que, desde cada esquina de la puerta, converjan hacia el interior del vano donde repetiremos el dibujo de la puerta –dos líneas paralelas verticales y una horizontal uniendo las verticales- esta vez más pequeño, con lo que vislumbraremos el final de nuestro camino. El inicio del camino de la fe empieza con las aguas del bautismo. Es un fecundo rocío que nos hace hijos de Dios y miembros de la Iglesia. La meta, el destino o fin es el encuentro con el Dios con el que ya hemos entrado en comunión, lo cual sucede cuando, en virtud de la resurrección de Cristo, hayamos resucitado también nosotros: es el gozo de la resurrección. Dibuje pues el lector dentro de la segunda puerta las palabras: comunión, gozo, resurrección.

Mientras cruza la puerta de la fe, que se ha vuelto pasillo, ha sentido la firmeza del suelo que pisa y el sostén de las paredes laterales. Ese cimiento y columna es la Iglesia que le lleva desde las aguas del bautismo hasta Dios. Ella proclama la Palabra con la que creemos, nos inicia en la vida de fe con los sacramentos, nos guía, nos sostiene, nos levanta si hemos caído. Nos enseña también y nos corrige si es necesario. Todo para que no erremos el camino que conduce al encuentro con Dios. Un pequeño baptisterio sobre la Biblia y la palabra iglesia rotulando el suelo, paredes y techo completarán nuestro dibujo.

Nos encontramos en el umbral. El 11 de octubre de este año empezará el año de la fe que concluirá el 24 de noviembre del 2013 con la fiesta de Cristo Rey. Ya falta poco. Usted que camina por las calles del mundo y que pasa por delante de tantas puertas, deténgase ante esta  puerta singular, pise su umbral. Unos lo cruzarán, otros no, como ocurría ya en tiempos de San Pablo. Pero nosotros, no perdamos la fe ni la esperanza. Entremos.

Emmanuel, Dios con nosotros

adoraciónCuando san Pablo curó al paralítico de Listra (Hechos 14, 8-18) la muchedumbre pagana pensó que tenía delante a un dios. Y decían: «dioses han bajado hasta nosotros en forma humana». Pablo se acompañaba de Bernabé al que el pueblo llamó Zeus, y a Pablo, que era el que hablaba, le llamaron Hermes.

Y es que el pueblo de Listra creía en los dioses pero, más aún, se creía necesitado de los dioses y estaba abierto a la posibilidad de que «los dioses estuvieran entre ellos».

Pero lo que para los habitantes de Listra no era sino un imposible, se hace posible y real en la Navidad. Ya no dioses imaginarios, sino el Dios verdadero viene a vivir con nosotros. Emmanuel significa «Dios con nosotros». Dios ha bajado hasta nosotros en forma humana. Dios se ha humillado hasta hacerse hombre para curarnos el alma y, si el alma lo necesita, también el cuerpo.

Pero el mundo de hoy está muy lejos de la actitud de los de Listra. Hoy no nos sentimos necesitados de Dios. No aceptamos que un salvador venga de fuera, nos bastamos a nosotros mismos. No somos capaces de reconocer la enfermedad de nuestra alma, la cojera de nuestra conciencia, la debilidad de nuestro amor. Y por todo eso necesitamos que Otro nos cure y nos salve. Y para eso se necesita una dosis muy grande de humildad.

El mundo de hoy no quiere que «Dios esté con nosotros» porque piensa que su presencia le va a quitar la libertad al mundo. Cuando lo que hace Dios es enseñar el camino de la libertad, el modo humano de caminar con ella. Y tanto no quiere el mundo que «Dios esté con nosotros» que se afana en negar la Navidad y vestir estas fiestas con ropajes de jolgorio sin sentido y gastos superfluos y quitar las imágenes que nos recuerdan que Dios está entre nosotros.

Dios está entre nosotros, camina a nuestro lado. Dios está con nosotros, lucha en nuestro favor. Decía San Pablo: «Si Dios con nosotros, ¿quién contra nosotros?» (Rom 8, 31) Dios está por nosotros, nace en Belén para morir en la cruz y salvarnos. Dios está en nosotros, habita en nuestra alma por la vida de gracia.

Pablo, con mucha dificultad, logró convencer a la multitud de que no era un dios, sino un simple mortal. La actitud de Pablo deber ser la nuestra, la humildad. El sentido de la Navidad está en reconocer lo que somos, hombres pobres necesitados de Dios. No somos dioses por más que sintamos la tentación de hacer las cosas por nosotros mismos sin mirar a Dios ni siquiera de reojo.

Mirar a Dios… la noche de Navidad no levantes la vista para mirar a Dios en el cielo, baja la vista para verlo dormido en el pesebre y cree que ese Niño indefenso puede ayudarte. Acéptalo. Siente necesidad de su amor.

Una arenga para la Cuaresma

Ante un enemigo superior a nosotros, nuestra confianza hay que ponerla en alguien más poderoso que el enemigo, o en algo más robusto y firme que rechace el ataque hostil. Dios es para nosotros la mejor fortaleza y el más bizarro de todos los ejércitos

praesidiumUno de los símiles usados por la Escritura para hablarnos de la vida espiritual es el de la batalla. El santo Job nos decía que la vida del hombre sobre la tierra es una militia (Job 7, 1). San Pablo pasa revista al ajuar bélico del miles Christi exhortando a los efesios a que se revistan de las armas de Dios para poder resistir las asechanzas del Diablo (Ef 6, 10-18). La cristiandad medieval se sirvió también de estas imágenes para espiritualizar la caballería. (Véase, por el ejemplo, el Libro de la Orden de Caballería de Ramón Llull o el anónimo de La búsqueda del Santo Grial).

Y fue admonición de guerra lo que advertí yo la mañana del Miércoles de Ceniza al celebrar misa cuando –en latín- recité la oración colecta. Al rezarla, advertí que estaba en medio de una batalla, que era urgente levantar una empalizada para defenderme, y yo mismo me vi como un soldado, que con armas espirituales, luchaba contra los ímpetus del enemigo.

Sin embargo, todo esto se esfumó de mi mente, cuando, más tarde, leí las traducciones españolas de esta rica oración. He comparado dos traducciones. Una -de entre todas las expresiones bélicas- sólo conserva la palabra lucha. La otra, se sirve un poco más del lenguaje de la guerra: fortalecer, auxilio, combate cristiano. De todas formas, ninguna de las traducciones era capaz de sumergirme en la refriega de una pelea.

A continuación, intentaré desglosar la oración latina de modo que nos enriquezcamos de su tesoro espiritual.

Concede, nobis, Domine

Empezamos la Cuaresma con una oración de petición: «Concédenos, Señor…». «La obra que vamos a realizar no es nuestra, es tuya. Por eso concédenos lo que te pedimos, pues somos conscientes de que en la obra de la gracia nada podemos sin ti» (Mateo 19, 25-26). Seguimos en este tiempo las huellas de Cristo por el desierto interior y, como Él, habremos de ser tentados por el enemigo del alma. Que nos conceda el Señor el auxilio de su gracia.

Praesidia

Lo que esta oración le pide a Dios es el comenzar a poner los fundamentos del praesidium. Esta palabra significa auxilio, protección y defensa; la ayuda que concretamente nos puede brindar una guardia armada o una fortaleza. Le pedimos, pues, a Dios poder empezar a edificar esa ciudadela que nos servirá de auxilio.

Ante un enemigo superior a nosotros, nuestra confianza hay que ponerla en alguien más poderoso que el enemigo, o en algo más robusto y firme que rechace el ataque hostil. Dios es para nosotros la mejor fortaleza y el más bizarro de todos los ejércitos. Confiémonos al auxilio y a la protección de Dios con el salmista que dice: «Yo te amo, Yahveh, mi fortaleza, Yahveh, mi roca y mi baluarte, mi liberador, mi Dios; la peña en que me amparo, mi escudo y fuerza de mi salvación, mi ciudadela y mi refugio». (Sal 18, 2-3)

Sanctis ieiuniis

Es necesario levantar este auxilio-ejército-castillo; tenemos que construirlo. Dios quiere que, con su ayuda, edifiquemos nuestra salvación. «Trabajad con temor y temblor por vuestra salvación» (Fil 2, 12). Tenemos que poner algo de nuestra parte. Las piedras que levantarán el alcázar son el santo ayuno, en particular, y las demás obras cuaresmales en general, oración y la limosna.

Militiae christianae

La fortaleza que ya se yergue en el horizonte del espíritu es para nosotros-la milicia cristiana, los soldados de Cristo-, que luchamos diariamente en el combate espiritual. Todo bautizado ha empezado a ser parte de este ejército espiritual que vive en su interior las guerras más atroces, las luchas más agobiantes. La vida cristiana no es para espíritus flojos, es sólo para valientes, únicamente para héroes. Lo más fácil es dejarse llevar por las apetencias de la carne; lo más arduo es luchar contra ellas, negándose a uno mismo como nos dice el Señor (Mt 16, 24). Es del cristiano la fatiga del salmón por remontar los ríos contracorriente.

Continentiae muniamur auxiliis

Todo lo indicado arriba es para que seamos defendidos[1] con la ayuda de la continencia, de la moderación y la sobriedad. El ayuno –no sólo del alimento, sino también de otras cosas superfluas que nos impiden el trato con Dios- nos obtendrá el dominio sobre nosotros mismos, la moderación y la sobriedad en el uso de las cosas. Es la vigilancia activa del hombre espiritual. Nos dice san Pedro: «Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente, buscando a quien devorar. Resistidle firmes en la fe». (1Pe 5, 8-9).

Pugnaturi contra spiritales nequitias

Nosotros, milites Christi, vamos a luchar contra la nequicia espiritual, contra toda maldad, perversidad e insidia del diablo.

Nuestra alma es ciertamente asaltada por el triple enemigo: demonio –león rugiente- , mundo y carne. ¿Quién no ha sentido nunca la lucha interior? Lo que sentimos, ¿no es acaso una verdadera batalla? El ejército del Diablo continuamente nos lanza tentaciones, saetas envenenadas, dardos y lanzas de egoísmo, soberbia y vanidad. Los siete lebreles de Satanás rondan por el castillo y todas aquellas sabandijas de las que nos habla la santa de Ávila, capitana de místicos.

Quiera Dios que con estas breves líneas renazca en nosotros el sentido del combate espiritual, y hagamos nuestra esta valiosa oración de la madre Iglesia que es como una arenga.

Alerta. Vigilemos desde la atalaya, con corazón despierto. En pie. Entremos en la armería de San Pablo y ciñamos nuestra cintura con la Verdad y embracemos el escudo de la Fe. (Ef 6, 14-18). Cimentemos nuestro castillo interior y elevemos sus torres con los sillares del ayuno, la oración y la limosna. La milicia cristiana, el soldado de Cristo, necesita de tal baluarte.

Manos a la obra, mis aguerridos soldados, que en esta hazaña nos va la vida.

[1] el verbo que se usa para indicar ser defendidos también tiene el sentido de construir, y fortificar. De modo que todo el sentido de esta oración nos invita a trabajar activamente en la obra del espíritu.

Venid, almas, a mi huerto

Venid, almas, a mi huertoMeditación sobre la pasión de Cristo y poemario espiritual

En una noche llena de misterio, el olivo más viejo de Getsemaní es testigo de la agonía y el sufrimiento de un hombre. La luz de la luna alumbra el camino por el que discurre un grupo de discípulos asustados que desembocan en el huerto de los olivos. Allí, a los pies del olivo viejo, Jesús vive las horas más amargas de su vida y se prepara para demostrar al mundo cómo ama Dios a los hombres, como el pastor que da la vida por las ovejas.

El título Venid, almas, a mi huerto abraza dos pequeñas obras: El olivo viejo y Esperando el alba.

El olivo viejo está concebido como un tríptico, como tres tablas donde se pintan diversas escenas de la Pascua: El olivo viejo, Tres discípulos y El jardín de José. Las dos primeras partes narran la pasión de Cristo, vista primero desde el olivo más viejo de Getsemaní, narrada después por tres discípulos de Cristo: Judas, Pedro y Juan. Una parte de esta obra se publicó en el semanario Alfa y Omega, núm. 397 del año 2004. En la última tabla de este tríptico —El jardín de José— María Magdalena, a la vez que nos guía hacia el acontecimiento de la resurrección de Cristo, nos da a conocer diversos episodios de su vida y de su amor por el Maestro. Esperando el alba es una colección de poemas, como canciones del alma que anhela encontrar a Dios, suplica y se admira ante lo creado.

 

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